domingo, 21 de junio de 2009

El cuento


El baile
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El salón de baile era blanco y enorme. Como suele ocurrir al principio de las fiestas, la música sonaba alegre y estruendosa, pero nadie se atrevía a romper el hielo y saltar a la pista a dar los primeros pasos. Por los rincones, los invitados hablaban en susurros o se dedicaban a tararear la música bajito.
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Pero, como suele ocurrir también, siempre hay un atrevido que se lanza y abre el baile. El rojo estaba que ardía. Tenía unas ganas de bailar enormes, ya casi no podía sujetar sus pies. Sin embargo, quería hacerlo acompañado. Le echaba miraditas al tímido azul que estaba sentado solitario en una esquina, moviéndose suavemente con los ojos entrecerrados para sentir mejor la música. Finalmente no se pudo resistir más y se levantó de golpe. Atravesó la estancia decidido y sacó a bailar el azul, que casi se puso rojo también, por la timidez y la vergüenza, pero que se dejó hechizar por el fuego y la pasión de su compañero. Se pusieron a bailar. Por cierto, lo hacían muy bien. Todos sus movimientos estaban acompasados, formaban una pareja de baile bastante compenetrada. Tan compenetrada, que en medio de una vuelta se volvieron uno: ya no eran más rojo y azul eran… morado. Una vez que acabaron la primera pieza, todo el mundo los aplaudió y ahí sí que empezó la fiesta.

En medio de la jarana estaba el amarillo. Era un bailarían muy singular. A diferencia del morado, que hacía suaves ondulaciones y pasos sofisticados, iba muy a su bola, sin hacer demasiado caso de la música. Hacía salpicaduras por aquí y por allá, un pie para un lado, una brazo para otro, parecía que se iba a descoyuntar en cualquier momento. Para colmo, se andaba tropezando con los otros bailarines y en vez de pedirles disculpas, se moría de risa. En una de esas se chocó con el morado, que continuaba bailando embobado, como si no existiera nadie más a su alrededor. Como resultado, el rojo y el azul salieron disparados cada uno por su lado. Antes de que el rojo, furioso, pudiera decir nada, se vio salpicado por el amarillo y ya no era más rojo, sino naranja. Para colmo, uno de los pies del saltimbanqui amarillo fue a parar sobre el perplejo azul, que se volvió verde. El baile se complicaba: un azul con pinceladas verdes por un lado, un rojo con pintitas naranjas por otro, y el amarillo, que continuaba girando como un trompo.
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Mucho más allá, en la otra esquina del salón, un negro y un blanco bailaban un tango. Al acabar la música, el blanco se lanzó sobre los brazos del negro, y se transformó en un gris oscuro, satisfecho y profundamente feliz. “Las mezclas siempre son bellas”, dijo para quien quisiera oírlo. .
La fiesta llegaba a su apogeo. Los bailarines estaban cada vez más enredados y felices, incluso el rojo decidió abandonarse y mezclarse con todo el mundo. A veces lo hacía con el blanco y se volvía rosa y a veces con el negro y se trasmutaba en marrón. Mientras, todos los demás invitados hacían lo mismo. “En las fiestas lo mejor es dejarse de prejuicios e integrarse, como en la vida”, continuaba diciendo por ahí para quien quisiera oírlo el filósofo gris.
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Así, la música continuó sonando toda la noche. Los colores inundaban el blanco salón, llenándolo todo con sus giros, sus meneos, sus piruetas. Cuando finalmente acabó la fiesta, el pintor miró satisfecho su lienzo salpicado de colores antes de irse a dormir (sí, le gustaba trabajar de noche y dormir de día), a soñar en colores.
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