domingo, 26 de octubre de 2008

El cuento

El castillo efímero
..
A Elena y Jorge

Pero mira que eres cabezota, Andrés. ¿No has visto lo que ha pasado ayer y anteayer? Es de idiotas insistir…

Yo paseaba por el atardecer y la playa con los pantalones arremangados cuando me encontré con esas palabras. Un niño quería convencer a otro de algo, pero al parecer, no había caso. El más pequeño estaba decidido a construir un castillo para siempre, según dijo. Lo haría más lejos de la orilla esta vez. Edificaría un gran muralla a su alrededor y el mar no podría tumbarlo nuevamente. Cavaría un foso para engañar a las olas furiosas.

Como era dueño de mi tiempo, me senté en una roca a mirarlos, aunque no demasiado cerca para no molestar. El viento me traía sus voces y el lente de mi cámara me dejaba ver sus gestos, burlones y empecinados.

El niño llamado Andrés trabajaba muchísimo en su castillo. Decía que era el mejor, aún más bonito que los anteriores y que ya no necesitaba que su hermano –al parecer se refería al niño mayor- lo ayudara. Esta vez, afirmaba, el mar no convertiría su obra en un montón informe de arena. Y si nadie quería volver a ayudarlo, no importaba. Él podía solo. Que el otro no se quejara si luego no lo dejaba jugar con él. El hermano mayor lo miraba lleno de escepticismo. Para ser un niño parecía bastante adulto.

El pequeño trabajaba concienzudamente. La proporción de arena seca y mojada daba la sensación de ser perfecta. Se veía que la mezcla estaba muy dura porque le costaba mucho esfuerzo desmoldarla de los cubos. Uno tras otro, el castillo se hacía enorme. Casi la mitad de alto que el arquitecto. Creo que el mayor empezó a sentir algo de envidia porque se puso muy borde. Llamaba pequeñajo, enano, mocoso, ignorante y cosas por el estilo a su hermano. Pero Andrés estaba a lo suyo. Después de coronar su castillo con palos y plumas, cavó un foso grande a su alrededor y fabricó una muralla a prueba de enemigos, según dijo. Luego sacó unos muñecos de una bolsa y montó una batalla impresionante. Al otro chico se le estaban saliendo las ganas de jugar por los ojos y el pequeño, que debía de ser además de cabezota un buenazo, le dejó ser el enemigo. Así somos los hermanos pequeños.

Seguro que estuvimos un rato largo los tres, ellos jugando y yo también, a mi manera, con mi juguete preferido: mi cámara de fotos. Pero todo lo bueno se acaba y como empezaba a oscurecer salió la madre de la puerta de su casa, enfrente de la playa, y los llamó a cenar. Nos fuimos todos. Andrés echó una mirada a su castillo antes de irse y otra al mar. Me imagino que le lanzaba amenazas y advertencias.

El día siguiente amaneció lluvioso. Perfecto para tomar un chocolate caliente y leer el periódico mientras esperaba a que pasaran las nubes negras. Cuando el sol asomó, me dirigí a la playa a dar mi acostumbrado paseo.

Allí estaban Andrés y su hermano. Y la tragedia. El mar no había podido con el castillo, pero la lluvia lo había desbaratado. Andrés lloraba con rabia y el otro chico, que debía de ser un buen hermano mayor después de todo, lo animaba a levantar otro.

-¡Nunca más voy a hacer castillos! –gritaba el pequeño-. ¿Para qué? Si no duran ni un día…

-Para pasar un buen momento –le contesté yo, que soy un metomentodo incurable.

Pero funcionó. Los dos niños me miraron con curiosidad y Andrés dejó de llorar. Me metí la mano en el bolsillo. Tengo algo para vosotros, dije.

Los dos miraron la foto con enorme curiosidad. Allí, estaba el castillo otra vez, la batalla, sus anchas sonrisas, las plumas-banderas ondeando al viento. Empezaron a reírse y a comentar sus muecas, las posiciones de los muñequitos. Después se acordaron otra vez de mí. ¿Nos la regalas?, me preguntaron. Por supuesto. Parecían muy contentos, listos para irse corriendo a enseñar la foto a su familia.

-¿Quién eres?- me preguntó Andrés antes de marcharse.

-Un paseante. Me dedico a capturar momentos mágicos y efímeros con mi cámara.

-¿Efímeros?

-Efímeros, cosas que duran poco, pero que pueden ser muy hermosas e intensas. Como ciertas mariposas, una taza de chocolate caliente, algunas rosas…

-¿Como los globos?

-Como los globos.

Y Andrés corrió para alcanzar a su hermano. Pero antes me regaló un obsequio efímero, efímero y maravilloso. Un beso suave sobre mi barba rasposa.


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