domingo, 12 de octubre de 2008

El cuento

El lago que amaneció congelado

Un buen día el lago azul amaneció congelado. Era algo muy sorprendente porque el nuestro era un pueblo del sur donde no conocíamos el invierno ni mucho menos la nieve ¿Sería acaso que por fin se había cumplido el deseo que cada noche le pedía a la primera estrella que aparecía en el cielo? Mi tío, el que vive muy al norte y que es muy, pero que muy despistado, me había regalado las pasadas Navidades un par de patines de hielo, sin darse cuenta de que no tenía dónde usarlos. Pero ese día el lago, como por arte de magia, había amanecido de hielo. Al principio, todos nos sentimos muy contentos con la novedad y yo aproveché para lucir mis patines y dar una vuelta por encima del él en medio de las risas y bromas de mis compañeros, a quienes les dejaba usarlos por turnos. Yo, que tanto amaba el lago y que gozaba una barbaridad pescando en él en verano, estaba muy agradecido a las estrellas de los deseos por haber hecho un sortilegio para mí.
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Pero mientras adquiría soltura y me empezaba a atrever a dar vueltas y a hacer figuras, me di cuenta de que debajo de las cuchillas de mis patines los seres que habitaban las honduras del estanque bullían inquietos estrellándose contra el espejo helado que me sostenía, sin poder asomar sus cabezas para tomar aire o baños de sol.
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El lago era fascinante por dentro. Lo sabía porque en verano jugábamos a buscar tesoros escondidos en sus profundidades. Había peces grandes y pequeños, de colores muy variados; había musgo y plantas brillantes, con hojas que bailaban suavemente, acunadas por el agua, y renacuajos saliendo de sus huevos; pero también escondía cosas que nos atraían y nos daban mucho susto a la vez, como los cangrejos rojos que nos miraban con sus ojitos malévolos y abrían y cerraban sus tenazas mientras corrían de lado hacia la orilla o el impresionante ajolote o perro de agua, un anfibio que parecía casi humano, con sus pequeñas patas con las que andaba bajo el agua y sus branquias anaranjadas por encima de su cuerpo, sonrosado y transparente, como el de un recién nacido. Para colmo, aunque yo nunca lo había visto, como en cualquier lago que se precie, se decía que en el nuestro habitaba un monstruo tremendo y terrible, que salía a darse baños de aire en las noches de luna llena. Toda una vida latiendo debajo del cristal congelado que pisaban mis patines.
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Miré a mi alrededor: por encima del lago, del hielo, estaba la luz del sol,
los árboles, las montañas, las personas, las casas… una vida armónica y hermosa palpitando con fuerza; por debajo, una vida misteriosa, casi mágica, un poco incomprensible, un poco en sombras, un poco desconocida y temible… pero silenciosamente bella, también. No podíamos dejarla atrapada allí, no podíamos dejarla morir.
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Así se lo dije a todos los niños. Entonces se nos ocurrió una cosa. Llamamos a todos los habitantes del pueblo, incluyendo las abuelas y abuelos, y todos, de una, nos paramos en medio del lado congelado y nos pusimos a dar saltos. Primero se oyó un leve crujido, como cuando como galletas o desenvuelvo un caramelo, y después otro muy grande, como si las criaturas del lago se estuvieran riendo. Al final, el hielo se partió en mil pedazos. Todos nos caímos al agua y nos empapamos, pero salimos nadando, felicísimos. Las profundidades del lago volvían a estar libres y desatadas y el mundo nuevamente estaba completo.

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