Había una vez un dibujo muy solo. Estaba en medio de una pared bien fea, color plomo-cemento, que cercaba a un terreno medio abandonado. No puedo recordar exactamente cuándo me fijé en él por primera vez, pero el caso es que lo veía todos los días al ir de mi casa al colegio y del colegio a mi casa. Tal vez lo hicieron durante el verano y al empezar las clases ya estaba allí, por eso me parecía que existía desde siempre.
Era un monstruo muy raro, con enormes ojos redondos, pies tremendos y mal colocados (el izquierdo en el lugar del derecho y al revés) y una boca que ocupaba casi la mitad de su cara, llena de dientes con manchas. Se ve que el que lo dibujó tuvo que hacerlo deprisa y corriendo porque los trazos eran gruesos y se intuía un inicio de cola que acababa en un garabato. Para colmo, no estaba pintado. Incluso, si no eras muy observador, como los soy yo, que voy para científico, parecía sólo una mancha oscura en la pared, como una marca de humedad. Quizás por eso nadie se había tomado la molestia de borrarlo. Pero yo no podía evitar mirarlo cada vez.
Un día se lo comenté a mi amigo Pedro, que venía a pasar a mi casa la tarde, pero a él no le pareció un monstruo. Primero me dijo que era sólo un manchurrón y después que, mirándolo un poco mejor, le parecía un camión. ¡Imaginaos, un camión! ¿Acaso los camiones tienen ojos redondos y bocas anchas? Así que nunca se lo volví a decir a nadie y como me daba pena ahí tan solito, cogí la costumbre de saludarlo cada mañana y despedirme de él por tardes.
Una vez en que volví a mi casa más tarde por culpa de un castigo, me pareció que el monstruo me miraba. Me dio tal susto que salí corriendo, aunque después de torcer la esquina, ya más calmado, pensé que tenía que ser un efecto de las sombras que se formaban a esa hora en la pared. Los futuros científicos tenemos que buscar explicaciones racionales a todo. Pero, científico o no, al día siguiente, cuando lo iba a saludar, ya no pude pensar en ninguna explicación para lo que ocurrió. El dibujo ya no estaba en medio de la pared, sino a un extremo. Como os imaginaréis, ese día no pude pensar en otra cosa en el colegio y por poco me vuelvo a ganar un castigo. Pero logré salir a la hora acostumbrada y fui volando hasta la bendita pared. Allí estaba el monstruo, en el rinconcito donde lo había dejado esa mañana, aunque ahora encogido y como llorando: dos lágrimas caían pintadas de sus ojos gigantes, que tenían una expresión tristísima y emborronada. Ahora no me dio ningún miedo, sino una penita grande.
-¡Adiós, monstruito! –le dije como todas las tardes.
-No te vayas –me contestó una voz cavernosa.
Hasta allí podíamos llegar. Yo, además de para científico voy para cuentista y todos dicen que tengo una imaginación muy rica, pero eso era otra cosa. Miré para todos los lados: no había nadie; miré incluso detrás de la pared, no fuera que Pedro me estuviera gastando una broma: tampoco.
-Por favor, no te vayas –volvió a decir la voz, hipando -. Soy yo el que te habla, el monstruo de la pared.
¡Era increíble, pero el dibujo me estaba hablando! Sé que lo lógico hubiera sido salir corriendo, pero se le oía tan triste al monstruo, que me armé de valor y me quedé.
-Vaaaale, no me voy. Pero dime qué quieres.
-Es que eres el único que se da cuenta de mí, el único que me hace caso. Desde que me dibujaron, vivo aquí sólo, en este mundo oscuro. No tengo amigos ni alegría, mi vida es gris y aburrida, como esta pared color plomo-cemento.
Era verdad, pobrecito monstruo. Solo en medio de ese muro sin gracia, sin siquiera estar acabado, casi como una mancha sin forma. Se me ocurrió una idea.
-No te preocupes, monstruito. Creo que ya tengo la solución a tu problema. Es que voy para científico, ¿sabes? Por eso tengo buenas ideas y como también voy para cuentista, mucha fantasía, y además, como tengo cualidades de artista, una imaginación muy rica…
-No eres muy modesto, ¿no?
-Tú no digas nada y espérate a mañana, que es sábado.
Con esto me despedí del bicho. Al día siguiente, muy temprano, me traje a toda la pandilla del barrio con trapos, pinturas, cubos y brochas. Nos divertimos de lo lindo llenando la pared de dragones, brujas, hadas, mariposas, tiburones, esqueletos, monstruos-pulpos, corazones, olas del mar, pájaros, bosques. No quedó ni un solo atisbo del plomo-cemento. El mundo del monstruo se llenó de compañeros y colores. Se le notaba en la sonrisa que tenía de oreja a oreja (no es una expresión, su enorme boca se lo permitía). Antes de que recogiéramos el último cubo de pintura, me dijo muy despacito, sólo para que yo lo oyera:
-¿Te puedo pedir un último favor?
-Claro, monstruito.
-¿Me terminas la cola? Es que habéis dibujado a una monstrua que está muy mona y quisiera conocerla…
Ahora cada vez que paso delante de la pared me pongo muy contento y me entran ganas de silbar, aunque tiene que ser muy alto para que se me pueda escuchar: los monstruos y personajes hacen un ruido enorme y cambian de sitio cada vez. Algunas veces encuentro a mi monstruo en medio de las olas y otras subido en la copa de un árbol. A veces, incluso ni contesta a mi saludo: es cuando su cola larga está enredada en la cola de la monstrua guapa. Y eso sí, ya a nadie la pasa desapercibido el muro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario