lunes, 9 de marzo de 2009

El cuento

Amigas

Crecer es andar, claro que sí. Es experimentar y descubrir, pensar y sentir. Es sumar, seguro. Pero cuando caminas, también dejas cosas y personas atrás y aprendes a ponerle nombre a esa sensación como de día de lluvia que se te mete dentro de la tripa y acaba ocupándolo todo: nostalgia la llaman algunos, otros, añoranza. O más simplemente, pena.

Eso era lo que sentía Martina esa mañana, su primer día lejos de Clara, su mejor amiga, lejos del pueblo, del puerto y del mar. Se había mudado junto con su familia a una región del interior. Era emocionante la ciudad, llena de edificios altos como faros y ruidos más estridentes que las sirenas de los barcos. Era imponente también, como el mar en sus días más furiosos. Por eso tal vez se sentía desamparada, sin poder correr a la casa de Clara a refugiarse en las historias que tejían juntas.

Mientras tanto, Clara también echaba de menos a Martina. Muchísimo. Se habían hecho íntimas amigas desde que se descubrieron en el patio del recreo. A las dos les encantaba la playa, el mar y el puerto. En verano solían darles las mil mientras jugaban metidas en un barco abandonado o mientras se hacían collares de conchas. Si por ellas hubiera sido, no se habrían separado jamás, pero no tenían edad suficiente para decidir los caminos de la vida y al padre de Martina le había salido un trabajo. Cuando fueran mayores iban a vivir juntas para poder jugar todo lo que quisieran, en algún rincón muy cerca del mar. Por ahora, sólo les quedaba esperar. Esperarse y llamarse y escribirse.

Esa misma tarde, Martina le mandó un e-mail desesperado a Clara diciéndole lo mucho que la extrañaba. Clara se quedó triste después de leerlo y como vacía de palabras. Resolvió hacerle un regalo, uno más especial que todos los que le había hecho hasta entonces, para que supiera cuánto la quería y cuantísimo la añoraba.

Clara no es que pintara mucho. De hecho, sólo lo hacía en clase de plástica y no con demasiadas ganas. Lo suyo era inventarse historias, y si era con Martina, muchísimo mejor. Pero esa tarde decidió que quería hacer un dibujo de ella y su amiga, sentadas en su bote. Así que bajó a la playa con cartulinas y su estuche de arte. Quería trabajar a solas, en uno de sus lugares favoritos y secretos.

Miró la cartulina vacía, blanca, y después la playa. Pintaría primero el fondo. Sin problemas: azul y blanco para el cielo, azul y verde para el mar, marrón para la are… ¡No había marrón! Hacía tanto tiempo que no pintaba que se le había olvidado que el marrón se había acabado. No quedaba sino una costra dura pegada en el fondo del bote. Clara fue destapando otros colores: también se había terminado el amarillo y el rojo parecía de cemento.

¿Qué podía hacer? No quería dejar el regalo de Martina para después, necesitaba hacerlo en ese momento. Una cuestión urgente.

Jugueteó un poco con sus pies hundidos en la arena mientras pensaba. Le gustaba mucho jugar con sus pies o con su pelo cuando reflexionaba. No tardó en encontrar la solución. Cogió el pegamento del estuche y decidió usar arena de verdad para representar justamente eso, arena. Allí mismo se le ocurrió lo siguiente: ¿y si en vez de pintar el barco cogía un trozo de madera de la embarcación para hacerlo? Seguro que Martina reconocía el color desgastado de la madera, su tacto áspero y hasta su olor. Pegó entonces también una tablita cerca de la orilla de su mar de pintura azul y verde. Azul y verde sí que tenía, así que puso más, un montón, para que la masa de témpera pareciera una ola revoltosa. Después retrocedió para ver su cuadro y se sentó a pensar un poco más. Volvió a enredar sus pies en la arena.

A partir de allí, ya no paró. Había tenido una idea mucho mejor. No pintaría el barco: construiría para su amiga una obra llena de las cosas que amaban. Así que reunió todo lo que les gustaban a las dos: arena, conchas, trozos de redes, estrellas de mar, algas y pedazos de madera. Como el pegamento de su estuche no era lo suficientemente bueno le pidió prestada a su padre la cola que usaba en la carpintería y se puso manos a la obra. Ahora no le importaba nada no saber dibujar, al menos no tan bien como Martina. Lo importante en su cuadro era que los materiales hablaran, que le dijeran a Martina lo mucho y demasiado que la echaba de menos, todo lo que significaba para ella.

Al final, se sintió satisfecha: su obra tenía el sabor del mar y del puerto, la textura de la madera húmeda y las piedras pulidas por el agua, el olor profundo de las algas y el color de las conchas. Pero sobre todo, te hacía sentir algo dentro de la tripa, una sensación cómo de día de sol que poco a poco te iba llenando toda. Era maravilloso tener a Martina. La distancia no podría con ellas.

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