domingo, 9 de noviembre de 2008

El cuento

Manos sucias

Mi abuelo dice que nadie sabe exactamente cómo ocurrió, el principio del mundo. Pero piensa que seguramente cuando el corazón de nuestro planeta empezó a latir por vez primera, los hombres y mujeres primitivos se despertarían en mitad de la tierra, se sacudirían un poco y echarían a vivir, o lo que era lo mismo entonces, a andar. Parece ser que nuestros antepasados vagabundeaban mucho por todo el planeta para descubrir sus rincones y poder encontrarse con otros hombres y mujeres de miradas semejantes -intensas y curiosas, muy probablemente alertas, cree mi abuelo-, pero distintos en sus formas y colores, en sus tamaños y sus rasgos. Según me cuenta él, las caminatas larguísimas y las sorpresas eran entonces cosa de cada día, incluso de cada instante. El mundo era todo nuevo y también sus muy diversos habitantes.

Eso sucedió hace mucho tiempo ya, antes de que el abuelo y la abuela fueran niños, incluso antes de que los abuelos de ellos hubieran nacido. Pero como las personas no hemos cambiado tanto a pesar de los años transcurridos, todavía hacemos cosas muy antiguas. Mi abuelo y yo, por ejemplo, gustamos mucho de andar de aquí para allá de acampada, para hallar las cosas que guarda la Tierra en sus entrañas. Conocemos tan bien la zona que a veces grupos de arqueólogos nos piden que los acompañemos en sus excavaciones. Pero a nosotros lo que más nos gusta es ir por nuestra cuenta a encontramos con las huellas de los viejos habitantes del planeta y descubrir, por ejemplo, dibujos en las paredes de las cuevas, o cántaros y esculturas enterradas.
Yo encontré una vez una muy singular, hecha de arcilla blanca: un ser mitad hombre y mitad elefante, que guardé en mi bolsillo.

Dice mi abuelo que seguramente lo soñé, pero yo todavía tengo mis dudas.
Ocurrió en la ocasión aquella, cuando me metí en el bolsillo al hombre-elefante. Esa vez, como tantas otras, me levanté prontísimo, cuando todavía no había llegado el sol ni se habían marchado del todo las estrellas, porque no me aguantaba las ganas de hacer pis. Salí de la tienda sin hacer ruido para no despertar al abuelo y de repente, mientras dejaba escapar con fuerza el chorro amarillo y caliente, vi a lo lejos un anciano, el hombre más viejo que he visto en mi vida. Se acercaba tembloroso, apoyado en un bastón. Como la abuela me ha enseñado a tratar bien a la gente, en especial a los mayores, le ofrecí que se quedara a compartir el desayuno con nosotros. Pero me dijo que no gracias, con una voz muy antigua, muy antigua y cansada.

-Te lo agradezco de verdad, pero no puedo detenerme hasta encontrarla.
-¿Encontrarla?
-He perdido una de mis figuritas de barro. Sé que fue por esta zona, pero la llevo buscando miles de años y nunca más la he vuelto a ver.

El extraño me estaba dando un poco de miedo. No podía estar “miles de años” buscando nada, pero también sentí mucha pena por él. Se le veía flaco y agotado. Además, se me estaba pasando algo por la cabeza. ¿Y cómo era la figurita?, le pregunté.

-Fue un error, mejor dicho, una broma. Yo entonces era muy niño y estaba jugando a hacer figuras de personas y animales. Las hacía con barros de distintos colores y les daba formas especiales a cada una, cosas que me iba inventando. Después las acostaba en la tierra, soplaba por encima y cerraba los ojos para que no se me metiera el polvillo en los ojos. Era muy raro porque cuando los abría nunca más las podía volver a encontrar. Es verdad que fue hace mucho tiempo y que mi memoria es ahora una madeja enredada, pero juraría que una vez hice trampa y abrí los ojos mientras soplaba y vi que las figuritas se echaban a andar. Pensé en llamar enseguida a mi abuelo. Era evidente que el hombre no estaba bien de la cabeza, pero él siguió hablando y me pudo la curiosidad. Era casi como si se hubiera olvidado de mí y estuviera contándose a sí mismo viejas historias inventadas quién sabe cuándo.

-…por eso busco mi escultura perdida. Era un ser mitad hombre y mitad elefante y temo que alguien lo encuentre y sople sin querer y la figura empiece a caminar. Sería terrible porque sólo había un ejemplar así y se convertiría en un ser muy solitario en el mundo. Y créeme, yo lo sé bien, la soledad impuesta es enloquecedora. Por eso tengo que encontrarlo y destruirlo.

Asustado saqué al hombre-elefante de mi bolsillo y se lo enseñé. ¿Es esta su figura? El anciano me miró muy desde lo hondo y yo le puse en la palma de la mano al muñequito. Entonces apretó el puño enjuto con una fuerza inesperada y en unos instantes el ser increíble se transformó en polvo blanco que se escurrió entre sus dedos. Ahora ya me puedo ir a descansar tranquilo, me dijo. Y efectivamente, desapareció. No fue que se marchara andando hasta convertirse en un punto en el horizonte, sino que se esfumó suavemente, como cuando el contorno de las cosas va desapareciendo en mitad del campo según oscurece hasta que de pronto te das cuenta de que no ves nada y es como si nunca hubiera habido algo enfrente de tus ojos.

Yo le conté lo ocurrido a mi abuelo, pero él, ya os lo dije, insiste en que tuve que haberlo soñado. En todo caso, a partir de entonces me gusta crear a mí también personajes, toda clase de figuras. Juego con ellas a fabricar mundos posibles e imposibles, mundos secretos que sólo yo visito, aunque de vez en cuando me gusta regalar alguna, a ver si la gente es capaz de ver a través de ellas lo que llevo dentro de mí, lo que a veces no sé decir más que con las manos.


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