martes, 29 de diciembre de 2009

El cuento


El fantasma costurero
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En nuestro barrio también vivía Godofredo. No todos pueden presumir de tener un fantasma como vecino y, ciertamente, ninguno de tener uno como Godofredo.
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Estaba claro que era el fantasma de un niño. Le gustaba hacer gamberradas, aunque no muy graves. Cogía las sábanas recién tendidas al sol, blanquísimas, con olor a limpio. Esas eran definitivamente sus preferidas. Cada noche robaba alguna para poder meterse en las casas a darnos sustos a las niñas y niños. Su hora favorita era la medianoche. Entonces te tocaba suavemente el hombro, justo cuando estabas en medio de un sueño tranquilo y profundo, o susurraba tu nombre al oído, o caminaba con pesados pasos por tu habitación. Si cometías el error de abrir los ojos, ¡zas!, allí estaba él con unos ojos negros como la noche y una boca torcida y ululante.
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Pero con el tiempo las sábanas dejaron de tenderse en las terrazas y patios. Corrían nuevos aires y los vecinos empezaban a sentirse más importantes. No querían un barrio donde su ropa se ventilara a la vista de todos. Dijeron que en las urbanizaciones elegantes la colada se dejaba a secar dentro de casa. Y crearon una nueva norma: quedaba prohibido tender cualquier clase de prendas en la parte externa de los edificios.
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Durante dos semanas no supimos nada de Godofredo. Supongo que habrá vagado asustado en busca de sábanas con las que cubrirse, pensando acaso en cambiar de vecindario. Pero eran muchos años los que vivía entre nosotros y nos había cogido cariño. Y no pensaba rendirse tan fácilmente.
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Una noche de tormenta volvió a hacer su aparición. Fue en mi casa, en mi cuarto, que compartía con mi hermana pequeña. Cuando una voz temblorosa y grave me llamó por mi nombre estuve a punto de meter la cabeza debajo de la almohada y fingir que no había oído nada. Ya había caído muchas veces en los trucos de Godofredo y no quería tener que pasar el resto de la noche en vela, incapaz de moverme o llamar a mis padres. Pero de repente escuché la risa de mi hermanita junto a otra, más profunda y fuerte. Godofredo estaba vestido casi a la guisa de un payaso, cubierto por una “sábana” fabricada con retazos de telas de diferentes formas, texturas y colores. “Es que ya no hay sábanas blancas y me encontré un montón de restos de ropa en un contenedor. Como no se me da mal coser…”
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Así empezó una nueva etapa para el fantasma. Por las noches deambulaba cerca de los contendores de basura en busca de viejos abrigos, pantalones, calcetines y toda clase de ropa que se abandonaba por vieja, pasada de moda o dada de sí. Eso también era parte de los nuevos tiempos. Antes jamás habríamos tirado ninguna prenda, siempre había posibilidad de darle una vuelta. Pero a Godofredo le sirvió para crear sus nuevas vestimentas fantasmales, con las que nunca dejó de sorprendernos.
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Así, por ejemplo, una noche apareció en casa de la mejor amiga de mi hermanita vestido con un traje hecho con tela de peluche. Mi hermana me contó que como precisamente su amiga había tenido un mal día (la habían castigado por no hacer los deberes) en vez de asustarse lo hizo meterse en su cama y que durmió abrazada a él, más contenta que nadie. Godofredo también pareció muy feliz, por lo visto.
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Otras noches, sin embargo, Godofredo, que no dejaba de ser un fantasma, andaba con el día atravesado y buscaba telas oscuras a las que adornaba con arañas, rayos y truenos. Se había convertido en un excelente costurero. En fin, que la nueva norma le sirvió a para descubrir que podía jugar a dibujar y crear con las telas; que según los colores, la textura y las formas que usara podía producir risas o inspirar ternura; hacer temblar de miedo o dar tranquilidad. Y ese fue un gran descubrimiento.



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