lunes, 25 de mayo de 2009

El cuento


El bosque

Cuando Moluda llegó a la ciudad era de noche. Por eso, entre el sueño que bailaba en sus pestañas y el asombro, se quedó muda contemplando las luces, los parpadeos que salían de las enormes cajas de cartón que parecían los edificios.
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Moluda vive en las anchuras de un desierto. Su pueblo es pobre, no posee sino lo justo para vivir; aunque, en cambio, tiene dos cosas que son muy valiosas en las ciudades: espacio y tiempo. Los días de Moluda y los suyos transcurren lentos y tranquilos; sus ojos negros se pierden en la arena que lo ocupa todo.
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Moluda había ido a pasar el verano junto a unos amigos. A la mañana siguiente a su llegada, lo primero que hizo fue mirar por la ventana de su habitación. Se quedó pasmada. Sus ojos, aunque grandes, no le alcanzaban para verlo todo: había edificios, casas, tiendas, parques, fuentes. Su mirada estuvo todo el rato tropezando con cosas y colores. Casi fue imposible arrancarla de la ventana para que fuera a desayunar. Tenía mucho más angurria de ver cosas que de comer, quería llenarse los ojos hasta sentirse harta.
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Y fue lo que hizo en los días que siguieron. La ciudad le pareció un bullicioso bosque de hormigón, con edificios y casas con sus raíces hundidas en el cemento. Un bosque diverso y extraño.


Al volver al desierto, Moluda se sentó junto a sus hermanos y aprovechó el fresco del crepúsculo para contarles cómo era una ciudad.

Había una vez, dijo, y se hizo un silencio mágico a su alrededor. Había una vez un bosque de cemento y tierra en el que vivían muchos árboles muy diferentes. Algunos amaban la luz: eran troncos fuertes llenos de agujeros que la dejaban pasar para jugar con ella en su interior. Estos árboles eran seres luminosos y llenaban de paz y alegría el corazón. Otros daban un poco de miedo, parecían fríos y graves, petrificados, aunque si te acercabas un poco, por dentro eran más bien lugares serenos y frescos, que guardaban el paso del tiempo en sus rincones. También había árboles enormes y gruesos, con bocas muy abiertas, como cuevas imponentes que, no obstante, dejaban que los rayos del sol los atravesaran, tomando prestados los colores que encontraban por el camino.

En otra zona del bosque habitaban árboles más humildes, hechos de retazos y de parches. Parecían tremendamente desordenados, pero llenos de vida. Si pegabas el oído a sus troncos de latón podías escuchar su corazón latiendo. Muy cerca de ahí había árboles viajeros, incapaces de estarse quietos. Tenían cuatro patas y estaban siempre listos para partir, una vez que se cansaran del paisaje. Y luego estaban los árboles altos como gigantes, que miraban orgullosos a sus hermanos más pequeños y que presumían de las caricias de las nubes y de las cosquillas que le hacían al cielo. Había también árboles inmensos y laberínticos, de otro tiempo, que parecían embrujados y que escondían secretos dentro.

Los hermanos de Moluda la escucharon fascinados. Nunca habían oído historias sobre un bosque tan fantástico, habitado por árboles tan prodigiosos y extraños y les costaba mucho imaginárselos en medio de las dunas de arena, refugiados en su haima, hecha de tela y de cuerda. Le preguntaron por los nombres de esa especie de árboles plantados en el asfalto.
Unos se llamaban casas, otros chabolas, otros iglesias, otros caravanas y muchas cosas más.

En eso continuaron pensando mientras las estrellas fueron llenando el cielo, hasta que al final, todos se fueron a dormir. El desierto dormía apacible. Al otro lado del mundo, la ciudad palpitaba bulliciosa, inquieta.

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