lunes, 4 de mayo de 2009

El cuento


Luces y sombras

Dice mi abuelo que dice su abuelo que decía su abuela que al principio el mundo era enteramente oscuro. El rey Sombra reinaba en todo el planeta y se paseaba por él sintiéndose el dueño absoluto del universo. Eso sí, de un universo negro como la boca de un lobo o el fondo de una caverna.

Pero un buen día apareció la Luz. Era cuestión, como ocurre muchas veces con las cosas buenas, de paciencia. Con ella, como por arte de magia, llegaron los colores. Parece que la Luz siempre viene acompañada por ese enorme séquito.

Así, los hombres y las mujeres descubrieron que la alfombra que cubría la tierra y que les hacía cosquillas en las plantas de los pies era verde y que la inmensa masa de agua que bañaba sus cuerpos y dejaba su piel salada era azul.

Todas las criaturas de la tierra parecían encantadas con la Luz y se dedicaban a dar nombre a los nuevos colores que invadían el mundo en infinitas y sutiles variedades. Únicamente el rey Sombra deambulaba solo y aburrido en medio de la noche, cuando la luz se retiraba a descansar. Había dejado de ser popular y, sobre todo, ya nadie le tenía miedo.

Dice mi abuelo que cuando a alguien se le deja de lado se enfurruña. Efectivamente, el rey Sombra empezó a malhumorarse. Al principio fue sólo un poquito, unos gruñidos por aquí y unas malas caras por allá, pero a cada momento que pasaba su enfado iba creciendo, hasta que se hizo enorme y lo ocupó todo.

El rey Sombra estaba tan furioso que decidió molestar a todo el mundo, a ver si así se enteraban. Por eso, cada vez que podía teñía todas las cosas de negro e incluso por las noches cubría a la luna y a las estrellas para que las personas no vieran por dónde andaban y se cayeran de bruces contra la tierra dura, fría y, sobre todo, oscura.

Las cosas no podían estar peor. El mundo, después de haber conocido la alegría y el calor de los colores ya no se conformaba con estar envuelto en tinieblas. Pero precisamente cuando nuestros antepasados (¡y nosotros, sus descendientes!) estaban a punto de tener las narices aplastadas para siempre, ocurrió aquello.

¿Aquello? Lo siento, mi abuelo es así, despacioso y solemne, se tarda una eternidad en contar las cosas. Siempre me dice: “Tranquila, tienes toda la vida por delante, no hace falta correr tanto”.

Resulta que el rey Sombra, además de enrabietado estaba triste, porque creía que ninguno pensaba hacerle nunca más ni una pizca de caso. La Luz, que era muy brillante, se dio cuenta enseguida. Muy tímidamente al principio, porque el rey Sombra imponía lo suyo, se le acercó una noche y le tocó el hombre. El rey, que sabía de quién se trataba, fingió no darse cuenta y se quedó como si nada. Pero la Luz insistió y volvió a insistir hasta que finalmente Sombra se volvió enfurecido, dispuesto a darle una lección a esa presumida, pero al hacerlo sólo se encontró con el eco de una risita.

“Con que esas tenemos”, pensó. Aprovechó su capacidad para ver en la oscuridad y por fin distinguió a la Luz, medio oculta tras una nube que irradiaba un resplandor como el del cielo en las noches de tormenta. Ya te pillé, bandida, pensaría el rey Sombra. Pero al acercarse, la Luz se escondió detrás de una montaña y después en la superficie de un lago… Así estuvieron jugando al escondite hasta el amanecer. Para entonces, ya no quedaba ni rastro del malhumor del rey Sombra, que se reía a carcajadas de la Luz, que era ahora quien no lo podía pillar, oculto como estaba en lo más profundo del mar.

Al final, lo que tenía que pasar pasó y Sombra y Luz se enamoraron. A partir de entonces, no han podido vivir el uno sin el otro. Si uno se fija bien, siempre que hay sombra, está la luz; y si somos buenos observadores y nos fijamos aún mejor, los podremos ver jugando entre las copas de los árboles, oscureciendo y aclarando sus hojas, creando así todavía muchos más colores. Los colores que habitan en el mundo desde entonces.

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