domingo, 23 de noviembre de 2008

El cuento

Una mariposa

Esa noche Irene no podía dormir. Había cumplido todos los rituales de costumbre: se había dado un baño, había cenado con sus dos hermanas y se había metido en la cama a leer un ratito hasta que su madre les había dado un beso de buenas noches a las tres y había apagado la luz. Normalmente a Irene le encantaba ese momento íntimo en que podía dejar en libertad a sus deseos, cabalgar sobre ellos y permitir que la llevaran por rumbos extraños hasta que llegaban las imágenes de los sueños a enredarlo todo y de pronto, cuando volvía a abrir los ojos, la luz del día ya se colaba por entre las cortinas de su cuarto.

Pero esa noche tenía una bola en el estómago, un bultito molesto que le crecía y le crecía, haciéndola sentirse inquieta, incómoda. Intentó cerrar los ojos y montarse en un deseo, pero fue inútil, esa vez no podía volar. Sus hermanas ya dormían. Podía oír sus respiraciones, a veces profundas y a ratos más ligeras. Se imaginó que conversaban en un idioma secreto en medio del sueño, una lengua hecha a base de suspiros, ronquidos y respirares, pero enseguida se volvió acordar de aquello y sintió que la bola que tenía adentro ocupaba cada vez más espacio. Sí, estaba segura de que se estaba haciendo más grande.

En realidad, Irene sabía porque estaba allí la bola. Mañana sería su turno y no podría escaparse. Había estado intentando hacerse trampas a sí misma todo el día para no acordarse de que le tocaba salir delante de la clase para hablar del miedo. Era la última de la lista. Ya habían salido todos los niños, uno por uno, a contar las cosas que les asustaban. Marcos había dicho que las calaveras y Natalia que las avispas. Otros niños y niñas habían mencionado la oscuridad, las pesadillas, los fantasmas. Ella también les tenía miedo a las avispas, pero no eran lo que de verdad le causaba auténtico terror, esa sensación que es casi como si de verdad un bulto ocupara nuestro cuerpo.

Irene era una niña bastante tímida, una de las que en clase no hablan con casi nadie, de las que en los recreos suelen andar con una o dos amigas. De hecho, su única amiga verdadera había sido Juana, pero se había mudado a otra ciudad hacía unas semanas y ahora Irene andaba un poco sola. Así que en los recreos se dedicaba a pintar. La profesora de arte decía que Irene pintaba muy bien. No era sólo por la facilidad con que daba forma a cualquier figura sobre el papel, sino porque, decía la maestra, en sus trabajos siempre había mucha fuerza. Si te dabas el tiempo de mirarlos, acababas descubriendo un mensaje secreto de Irene, acababas descubriendo a Irene
misma.

Ahora, arropada en su edredón, Irene pensaba en que para ella era imposible contar lo que la asustaba tanto sin ponerse a llorar y eso hacía que también temiera que los otros chicos se rieran de ella. Porque el miedo grande que guardaba escondido era a quedarse sola, a no encontrar más amigos, a que nadie más volviera a notar su existencia, a desaparecer algún día en medio del recreo sin que nadie la echara de menos. Era un sentimiento muy raro porque a la vez no quería que nadie se fijara en ella. Irene pensaba que nunca podría explicar eso en público, si incluso le costaba explicárselo a sí misma. Ciertamente podría inventarse que tenía miedo, por poner un ejemplo, a los tiburones, pero ella sabía que no sabía mentir, que se le notaría y que se quedaría de pie delante de los otros chicos sin atreverse a decir nada. Y mañana le tocaba.

A pesar de todo, al final el sueño pudo más que el miedo e Irene se durmió. Soñó que tenía un gusanito dentro de ella, una larva hambrienta que crecía y crecía dentro de su estómago y que se estaba alimentando de su voz y de su alma. Por eso no podía pensar, por eso no podía hablar ni gritar. Se despertó con el corazón a mil, sudando. Miró a través ventana: ya estaba amaneciendo y la hora fatídica se acercaba.

Pero de pronto, Irene supo qué hacer. Encendió su lamparita cruzando los dedos para que sus hermanas, enfrascadas en una conversación de ronquidos, no se despertaran y sacó su block de bocetos y sus pasteles. Mientras se dibujaba sola y rara, en medio del patio vacío del colegio, sintió que poco a poco se le iba quitando el miedo, que el bicho que tenía en el estómago le iba dejando espacio para respirar. Lloró un poco, pero de alivio, y cuando abrió la boca para suspirar hondo le salió una enorme mariposa de dentro. Irene al pintar su angustia, había logrado convertir la larva de su miedo en una mariposa de una belleza extraña, que se posó en su dibujo y lo llenó de colores.

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